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miércoles, 8 de abril de 2020

De las tripas al teclado

Tengo un duende.
Tengo un duende con hambre.

Gruñe, muerde y me desquicia. A veces. Otras duerme.
Y tiene las uñas afiladas, créedme, se hace notar.

Cuando llega ni le saludo, deseosa de que se vaya.
Pero me mira. Tiene hambre.

En alguna ocasión consigo distraerlo. Le encantan las series y los buenos libros.
En cambio se enfada con aquellas historias que no enganchan y me mira desilusionado, ¡como si fuera culpa mía!

Nos caemos regular, pero es lo que hay.

Sus no-intencionadas huelgas de hambre pasan factura y me castiga con blancazos existenciales.
Eso hace que me frustre y siga sin querer darle de comer.

Y nos convertimos en un círculo vicioso de malestar y muecas de desdén.
Por ende, lo escondo. No quiero quejas.

Pero siempre me mira. Me mira con hambre.
Así que a veces me ablando con pequeños proyectos de merienda. Quizás así se calle.

Pero os lo juro, me mira.
Se sienta y me mira.


Y me tumba, incansable.
Siendo sus ojos argumentos de peso y su cara poesía casi orgásmica.

Cree que puedo hacer más de lo que hago, y yo odio darle la razón.
Descarado.

Así que aquí estoy, como en muchas otras que no vieron la luz, inacabados intentos de nuestra lucha.
Aquí, alimentando a la bestia y duende según el día.

Escribiendo por placer y sin pensar. Al fin.

Mirándome saciado porque hoy - y de momento solo hoy - hemos vestido bandera blanca.

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