¿Una taza de café antes de irte? ☕. Juro que no se está tan mal en este andén.

martes, 18 de octubre de 2022

Algunos infiernos tienen nombre y yo sigo tratando de arrancárselo.

Escrito el 2 de abril de 2019. Publicado tras sanar.

Esta entrada va exclusivamente a favor de mi desahogo emocional y en contra de cualquier hombre que decida arrebatar la libertad de una mujer. Tampoco será modificada en mejora de la escritura. Así lo viví, así lo sentí y así me ayudó escribirlo para recordar, expresar y llorar.

Porque yo, como tantas otras:
No quise.
No dije 'sí'.
Y ni si quiera tuve la oportunidad de decir que 'no'.


Antes de que conozcáis una de mis cicatrices patriarcales, debéis saber que recordarlo me duele a mi tanto como a cada una de las personas que quiero y lo vivieron conmigo. Pero hoy ya no, hoy ya no quiero esconderlo más como si fuera algo de lo que avergonzarme. Hoy quiero señalarlo a él. Por joderme viva, por descubrirme la ansiedad a niveles insoportables, por haberme hecho sentir pequeña, sucia y vulnerable...
Por robarme los sueños en la cama y la tranquilidad en las aceras.


~

Todo ocurrió la noche del 6 de octubre de 2018, noche que yo decidí salir: yo bebí, bailé y disfruté de mi segunda ciudad hasta agotarme. Y me fui a casa sola; hasta cerrar la puerta.
Fin de los miedos callejeros, a salvo. 

Fue entonces cuando el mundo dio vueltas en mi habitación, vomitando los chupitos que años atrás hubiese aguantado; ganándome el garrafón la batalla.
Y es en este capítulo cuando llega él.
Por ese entonces yo vivía con dos compañeros de piso y uno de ellos - mi amigo - viajaba con su banda a otra ciudad. Por lo que quedábamos dos.
Os prometo que quiso cuidarme, ofrecerme ayuda, pero yo, agradecida, preferí rechazarla, pidiéndole que por favor cerrara la puerta y así poder dormir.

Se fue. 
Cerró la puerta.
Vomité de nuevo.
Me di la vuelta.
Me dormí.

Sola.
Borracha.
Tranquila.

Permitidme que me salte todos los detalles tan asquerosos como dolorosos. No hacen falta. Y es que a mi jamás se me olvidará despertarme y que él estuviera al lado, abusando de mi y de mi cuerpo como si fuera dueño. Jodiendo mi integridad. Jodiéndome el alma.

Yo estaba en casa, en mi cuarto, en mi supuesta guarida contra todo mal.

Y ni siquiera le noté entrar.

Después de un rato conseguí reaccionar -aturdida- y se marchó al verme rechazarlo con mi cuerpo y algún: "Qué haces, déjame".






Y así fue como me rompí.







Agradecida de que se fuera mientras yo rebosaba de mis propias herramientas y necesitaba buscar ayuda. Y me rompió de cara a otras relaciones, mi seguridad, a mi puto miedo enfermizo, a mi susceptibilidad emocional, mi nueva necesidad de control, mi desconfianza hacia cualquier hombre desconocido...



Y no, no denuncié. Y no precisamente por falta de valentía. Me informé con abogados y profesorado especializado, quienes coincidían en que me cuidara a mí misma, que no había pruebas clínicas, sólo una conversación de whatsapp en la que admitía los hechos, pero que no bastaría como declaración... Lo que supondría la inexistencia del caso, y que ni siquiera sus padres sabrían de él.
Me dijeron que mi voz y coherencia en el relato deberían ser suficientes pero, la realidad de las preguntas serían otras y la revictimización sería mi sombra.

Qué sola.


Decidí curarme en salud. Como tantas otras mujeres. Con la justicia de espalda y los daños visibles.

Por eso lo cuento. Porque no quiero ser quien te salve, pero sí quien te acompañe si tienes un dolor parecido. Porque yo sólo me sentí y me siento arropada de la sociedad que sí cree, sí grita y sí castiga a los que no merecen salir ilesos y hacer como si nada. Porque su nada ha sido mi todo durante muchos días horribles. Y porque no quiero que lo sea más.

Ni para mi, ni para ninguna otra mujer.





Raquel Benítez Muriel

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